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RECORDANDO ALGO DE NUESTRA QUERIDA Y POR SIEMPRE HEROICA CABORCA.

ANACONDA
POR:- JOSE RAMON GASTELUM ROCHA
H. CABORCA, SONORA.

Queridos Anacondistas, mi negro teclado se encuentra un poco desubicado, pues el hablar de inseguridad, violencia o de la venida de Alfonso Durazo para acompañar a mi amigo Abraham “El Cubano” Mier a Caborca y darle el espaldarazo para que sea el próximo candidato a la presidencia municipal de esta Heroica ciudad (hoy mancillada), creo que estaría por demás estos tan trillados temas.
Por ello, mejor vamos a viajar un rato en el pasado de Caborca recordando nuestra legendaria Zona de Tolerancia, donde se vivieron cosas y sucedieron casos, se escribieron muchas historias de amor, al igual que trágicas. Reconociendo claro, que solo daremos una probadita, nos quedara muchísimo tema sin tocar, pero que iremos dándole seguimiento con la retroalimentación de los Amables Anacondistas que tengan a bien hacernos llegar sus recuerdos o los recuerdos de los primos de sus amigos.
En mi querida y por siempre Heroica ciudad, al igual que en otras muchas ciudades o pueblos, se escribieron historias de todo tipo, por lo que trataremos de recordar algo del noreste de esta población, que por la década del sesenta, setenta, se le conoció como ZONA DE TOLERANCIA, llamada también por sus visitantes como EL ZUMBIDO, o EL SALIBAZO, donde, como su nombre “oficial” lo expresa, todo se toleraba en los antros que ahí se encontraban, recordando “El Rancho Bar”, “El Montparnase”, “El Venus”, “Los Tocayos”, “Las Vegas”, “El Copacabana” y, la cereza del pastel sin duda que era, “Bar El Cid”, y algún otro que se me escape a la memoria, y más aún, los que seguían siendo el mismo congal pero cambiaron de nombre años adelante. También existió, desde luego, un Sitio de Taxis, conocido como “El Sitio de la Zona”, pues la afluencia de clientes sin auto era la mayoritaria y el negocio para los autos de alquiler por aquellos tiempos si valía la pena, era costeable, era rentable.
Haremos una breve reseña de este lugar, sin mencionar nombres para evitar posteriores reclamos o llamadas de atención, incluso dejando de lado a las damiselas que escribieron varias páginas de su vida en esas malolientes buhardillas que servían para que las sexoservidoras atendieran a sus clientes, entre las que pudieran resaltar por una u otra cosa, como “La Chonita”, de la que casi todos de aquella época sabemos de su gracia que más de cuatro la recordaran. Además, “La Chayito”, “La Panchona”, “La Cinco Pesos”, y muchas más que nuestros queridos Anacondistas podrán ir recordándolas de alguna manera, como también a “La Pico de Oro”.
De igual forma algunos recordaran a los homosexuales que pululaban en la legendaria Zona de Tolerancia de Caborca, aunque algunos de ellos trabajaban como meseros o cantineros, a decir “El Luisito”, “La Fabiola”, “El Juanito” y que por supuesto deben de haber dejado huellas en uno que otro caborqueño.
La vida de este lugar y el movimiento arrancaban después del mediodía, cuando las damas que ahí moraban se levantaban de sus camastros como sus madres las parieron, de tal forma que cuando llegaba el personal que ahí laboraba, ya se encontraban con un palacio poblado de ninfas en cueros, que comentaban a gritos y estruendosas carcajadas, los secretos de la ciudad, conocidos por las infidencias de los propios protagonistas de la noche anterior. En ese hormiguero de damas encueradas, muchas de ellas exhibían en sus desnudeces, las huellas que su pasado les había dejado para toda la vida, como cicatrices de puñaladas en el vientre, estrellas de balazos, surcos de cuchilladas de amor, costuras de cesáreas de carniceros poco profesionales, pero que significaban casi “gloria” para cada una de ellas esas cicatrices logradas en la guerra de la vida.
Aquí, en ese infortunado vivir, algunas se hacían llevar durante el día a sus hijos menores, frutos infortunados de despechos o descuidos juveniles, y cuando se los llevaban para convivir momentos, minutos o en el mejor de los casos alguna hora, les quitaban las ropas tan pronto como entraban para que no se sintieran distintos en ese paraíso de la desnudez.
Por supuesto que ahí, cada quien cocinaba lo suyo, y aunque no lo crean o no lo recuerden, nadie debería de comer mejor que los propietarios de los bares (hoy conocidos como antros), porque cuando los invitaban en cada salón, ellos escogían lo mejor del platillo que tenían cada una.
La verdad que era una fiesta diaria que duraba hasta el atardecer, cuando las desnudas desfilaban cantando, un poco desentonadas por cierto, hacia los baños. Se pedían prestado el jabón, las toallas, hasta el cepillo de dientes, las tijeras. Se cortaban el cabello unas a otras quizá bien, quizá mal, pero se lo cortaban. Dada la economía de las damas, se vestían con las ropas cambiadas, se pintoreteaban como payasas lúgubres y salían a escena a cazar sus primeras presas de la noche. A partir de ese momento, la vida en estos salones se volvía impersonal, deshumanizada y algo de suma importancia es que era imposible compartirla sin pagar. La remuneración económica definía el buen o mal trato.
Por supuesto que en cada salón había una mujer mayor, elegante, de hermosa cabeza plateada, que no participaba de la vida natural de las desnudas y a quien, estas profesaban un respeto sacramental. Conocidas en el ambiente como “La Madrota”. Eran algo especial en el gremio. Siempre contaban su historia que bien pudiera ser que un novio prematuro la había dejado por ahí cuando era joven y después de disfrutarla un buen tiempo, la abandono a su suerte. Solían platicarte. Sin embargo, y a pesar de su estigma logro casarse bien. Continuaban platicándote. Y ya muy mayor, cuando se quedó sola, con dos hijos y tres hijas que se disputaban el gusto de llevarla a vivir con ellos, pero a ella no se le ocurrió un lugar más digno para vivir que uno de aquellos salones de perdularias tiernas. Te decían con cierta mezcla de varios sentimientos extraños. Esas eran “Las Madrotas”, algo diferente al rebaño, aunque no tan diferente.
Otro mundo paralelo al de las “Damas del Tacón Dorado”, era el de las y los talacheros que hacían el aseo por las mañanas en los malolientes cuartuchos de tres o cuatro escobazos recogiendo los preservativos, cambiando las sabanas, y ya se pueden imaginar la cantidad de cosas que dejaban los hombres después del amor; dejaban vómitos y lágrimas, lo que puede ser comprensible, pero dejaban también muchos enigmas de la intimidad como charcos de sangre, parches de excrementos, ojos de vidrio, relojes de oro, dentaduras postizas, relicarios con rizos dorados, cartas de amor, de negocios, de pésame: cartas de todo…. Eran muy pocos los que volvían por sus cosas perdidas, pero la mayoría se quedaron allí, y los talacheros o talacheras los guardaban bajo llave, pensando quizá que tarde o temprano estos palacios caerían en desgracia y, con los miles de objetos olvidados podrían hacer un museo del amor. Bueno, quizá así pensaban los de intendencia.
Estaremos de acuerdo que aquí, el trabajo era duro y mal pagado, pero ellas trataban de hacerlo lo mejor posible, de la mejor manera para satisfacer a su cliente y que quedara invitado a volver.
Posiblemente, algo que no pudieran soportar, serían los sollozos, los lamentos de sus clientes, las tristes historias que cuentan los borrachos, así como los crujidos de los resortes de las camas, mismos que se les iban sedimentando en la sangre con tanto ardor y tanto dolor, que al amanecer no pudieran soportar la ansiedad de acostarse con el primer mendigo que se encontraran en la única callejuela por fuera de los salones, o con un borracho desperdigado que le hiciera el favor sin más pretensiones ni preguntas. La aparición de un hombre joven, apuesto y bien bañadito, era para ellas como un regalo del cielo, y a más de cuatro mujeres del lugar les sucedió y en repetidas ocasiones.
Pudiéramos reflexionar sobre el tipo de mujeres que caen en este oficio por una u otra razón, pues no cabe duda que hay muchas de ellas asegurando que la prostitución no es precisamente acostarse con un hombre por dinero, sino más bien solamente hacerlo con desconocidos. Como también pudieron haber sido mujeres sin urgencias, preparadas por la madre naturaleza para darse el lujo de esperar sin desesperar, pero en algunas ocasiones la vida del pueblo puede llegar a ser más fuerte que sus virtudes.
Es tanto lo que se puede escribir para recordar de los pueblos y hoy ciudades, que no nos alcanzarían toneles de tinta y toneladas de papel, pero gradualmente iremos refrescando la memoria de nuestros Queridos Anacondistas para que nos apoyen con un poco más de información y, porque no decirlo, también de fotografías que paso a paso irán dando más cuerpo a estas líneas que no terminaran aquí, por lo que nos vemos la próxima edición, si Mi Poder Superior me lo Permite.

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